El folclore y las tradiciones
católicas efervescen junto con el entusiasmo, por el que la mayoría de
colombianos esperan la llegada de una semana de alto grado de religiosidad
popular, conocida como Semana Santa, en la que se solemniza la muerte y
resurrección de Jesucristo, su salvador.
Encontrar dichas expresiones
entusiastas y vehementes de religiosidad, en un país consagrado como el del
Divino Niño Jesús, no corresponde a un acto extraordinario y poco convencional;
por el contrario, podría decirse, es la conducta representativa de la comunidad
colombiana, en general.
Son las ocho de la mañana, un
domingo previo a la Semana Santa en la ciudad de Bogotá, y los habitantes y
comerciantes del barrio 20 de Julio, ubicado en la localidad de San Cristóbal
al sur oriente de la capital, ya transitan
y llenan las calles con cientos de productos para vender, desde
antes que el sol se asome por completo.
El recorrido por la zona
comercial de este barrio, se encuentra impregnado de sonidos e imágenes que
invitan, insistentemente, a aprovechar las grandes (grandísimas) promociones en
ropa, calzado, utensilios para el hogar, sábanas, cobijas e incontables artículos,
que para el imaginario colectivo toman un puesto, por primera vez, en el
comercio callejero. Además, es inevitable ignorar el inconfundible aroma del
chocolate y el tamal, que empieza a desprenderse de las muchas cafeterías y
‘desayunaderos’, ya dispuestos a ofrecer un tradicional menú, a quienes deseen
degustar la gastronomía de esta zona urbana.
Poco a poco, mientras se va
llegando a la trascendental Iglesia del Divino Niño, van apareciendo las
señales de un marcado adoctrinamiento religioso, responsable además, de una
práctica económica y social, que se manifiesta en la venta y compra de imágenes
del niño Jesús, rosarios, estampitas de la Virgen María, cuadros y cuadernillos
de oraciones.
Luego, en la plazoleta adoquinada y rodeada de escalones que acentúan la espacialidad predispuesta a todo tipo de manifestaciones, homologables al catolicismo; se encuentra un grupo de personas, que aún cubiertas por el aura protectora de la Iglesia (erigida frente a ellas), hacen uso de la potestad, que este contexto ‘misericordioso’ les da, para así pedirle ayuda a quienes pasan por su lado, con un discurso digno de compasión y difícil de ignorar.
Luego, en la plazoleta adoquinada y rodeada de escalones que acentúan la espacialidad predispuesta a todo tipo de manifestaciones, homologables al catolicismo; se encuentra un grupo de personas, que aún cubiertas por el aura protectora de la Iglesia (erigida frente a ellas), hacen uso de la potestad, que este contexto ‘misericordioso’ les da, para así pedirle ayuda a quienes pasan por su lado, con un discurso digno de compasión y difícil de ignorar.
Al atravesar dicha plazoleta,
y rodeando la Iglesia por el costado izquierdo, se siguen ofreciendo todo tipo
de productos, que supongo, se organizan de tal modo que no se entorpezca la capacidad de venta, de
unos con otros (obedeciendo al principio de comunidad que allí se puede ver claramente).
A pocos pasos del callejón que abraza el templo del Divino Niño, hay un portón
que lleva a espacios en donde se establecen otro tipo de dinámicas, un poco más
laxas y recreativas. En esta ocasión se pudo apreciar una muestra de danza,
propia de la cultura nacional, en la que un grupo de jóvenes del Centro
Salesiano de Formación Artística (CESFA), interpretó por medio del baile, una
serie de ritmos llaneros y caribeños, también en concordancia con la ideología
católica, ya que a través de uno de éstos, llamado ‘Diablos Espejos’, se
manifiesta la superposición del bien, sobre el mal.
Al recorrer un poco más la
zona, fuera de la ritualidad de la santa misa, en la que los creyentes
responden cada uno de los diálogos que el cura (visto por los feligreses como
un antropomorfismo de Dios) ofrece como mediador de lo sagrado y lo carnal, se
puede ver cómo se van transformando los discursos religiosos, a medida que se
va creando una distancia espacial entre lo ‘sagrado’ y lo cotidiano; y cómo se
da una nueva relación proxémica, en la que se abre campo a la alternatividad y
a la interpretación esotérica de la fe y la religión.
Como máxima expresión de las
paradojas y contradicciones que se gestan y reproducen en la sociedad, a pocas
cuadras de la Iglesia del Divino Niño, aparece un ‘Templo de la Fortuna’, en
donde se mezclan imágenes religiosas, con productos y prácticas, que en la
época teocéntrica de la Edad Media, se hubiesen considerado una traición a la
religión.
Al entrar al ‘Templo de la
Fortuna’, ambientado con la música vallenata de la emisora Candela estéreo, y
no por la canción ‘Ángeles de Dios’ de Wander Bello, (que acompañó por más de
cuatro veces el recorrido hacia la Iglesia) se ven, en la parte de adelante,
todos los tamaños de porcelanas del Divino Niño Jesús, biblias y dijes de San
Miguel Arcángel. En la mitad del pasillo, que da a una sala más grande, ya
comienzan a aparecer los inciensos y diferentes hierbas medicinales; pero es
hasta llegar al fondo, en donde se acerca un hombre; de piel oscura, con los
ojos hinchados, de aproximadamente sesenta años de edad, con una voz ronca y
baja, con la que se presenta, para luego explicar cada uno de los frascos que
se encuentran en la extensa estantería de la esquina más alejada del local.
Don José Arboleda, es quien se
acerca, diciendo que el más demandado de los productos que allí se ofrecen, es
el ‘Elixir de Amor’, con miel de amor, ‘queréme’ y sígueme; cuyo contenido es
preparado y conjurado por este ‘maestro esotérico’, que indica diferentes tipos
de rituales a sus clientes, como “ungir el perfume desde la planta de los pies
hasta la nuca, detrás de la oreja; en baños realizados por la mañana, los tres
primeros días de la semana…”, también nombra otros como el ‘amarra hombres’ y
‘amor amor’, cuya efectividad, según él, “se ve en menos de diez días,
dependiendo de la fe que se le ponga…” .
Al ir descendiendo de nuevo
por la ruta comercial, tres horas después de haber ingresado a este maravilloso
mundo, lleno de complejidades y que termina en un aporema un tanto difícil de
comprender; las conclusiones a las que se pueden llegar son tan diversas como
lo son las realidades que allí confluyen, para sostener una práctica milenaria,
que hasta el día de hoy sigue configurando cada una de las dimensiones del ser
humano; basándose en el reconocimiento y legitimación de una entidad
extracorpórea, capaz de explicarlo y reglamentarlo todo; o por lo menos es lo
que esta movilización de identidades demuestra en la comunidad católica de la
Iglesia del 20 de Julio.
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